Quisiera proponer a los lectores que dediquen unos minutos a considerar lo que me parece un riesgo que podríamos calificar como “efecto rebote” e incluso como paradoja, resultado del cambio positivo que se advierte en la opinión pública acerca de la “crisis de refugiados”.
Todos los ciudadanos europeos, incluso los más experimentados en el contacto con tragedias humanas, se han visto conmocionados por las imágenes recientes de maltrato a los refugiados
en su difícil tránsito a países que garantizan plenamente el asilo
(fundamentalmente Alemania; también Suecia; en menor medida, otros
Estados nórdicos), que han culminado en la foto de un niño sirio
ahogado. Crecen desde diferentes instancias –ciudadanos
a título individual u organizados, ONG, colegios u organizaciones
profesionales, asociaciones de toda índole, Ayuntamientos, regiones,
comunidades autónomas– las iniciativas de ayuda, o, por utilizar el término que corresponde, de solidaridad con quienes vemos como desamparados ante riesgos muy graves para su vida.
Y nadie puede negar que se trate de una reacción muy positiva, que
podría contribuir a un cambio en las políticas de asilo de la UE. Está
por ver lo que durará esta toma de conciencia y su impacto real sobre
las decisiones de la clase gobernante. Ojalá que sea de más largo
alcance que los consabidos telemaratones anuales con los que compramos
buena conciencia sin riesgo alguno, ante la pantalla del televisor y con
la ayuda del móvil.
Son, en todo caso, buenas noticias
también para quienes por diferentes razones llevamos años insistiendo en
la necesidad de reconocer los derechos específicos de los que son
titulares los refugiados, aquellas personas a las que se reconoce el
derecho de asilo. Quienes reclamamos esa reconocimiento de protección
específica, la que otorga el derecho de asilo, que se basa en la condición de sufrir una persecución
de diferente índole (y no solo “política” como confunden algunos,
incluido nuestro ministro de Exteriores: baste pensar en persecuciones
por condición étnica o por orientación sexual), que les obliga a
abandonar el Estado del que son ciudadanos, insistimos en que las
características de vulnerabilidad y riesgo son diferentes de las que
padecen aquellos que llamamos inmigrantes.
Sin embargo, precisamente ahora me
parece que es necesario llamar la atención sobre el riesgo de entender
mal esta distinción. No crea el lector que quiero imitar a Carnéades,
el famoso sofista de quien se cuenta que, invitado por el Senado
romano, fue capaz de obtener el aplauso unánime de los senadores tras su
discurso en defensa del Derecho natural. La misma unanimidad que obtuvo
al día siguiente cuando rebatió la idea misma de Derecho Natural (si
non é vero…). No: se trata de evitar lo que me parece un “efecto
rebote”, si no una paradoja perversa. Pensar que son los refugiados los que tienen en riesgo sus derechos, pero no los inmigrantes (“económicos” se añade, como si eso dejara clara su especificidad).
Un buen amigo y antiguo alumno de postgrado en nuestro Instituto de Derechos Humanos de la UVEG, Pablo Ceriani,
hoy miembro del Comité de la Convención de la ONU sobre derechos de los
trabajadores inmigrantes y de sus familias, me recordaba hace unos días
los estigmas que pesan sobre los que mal llamamos “inmigrantes
económicos”, que podrían ser paradójicamente, los perdedores ante la profunda reacción emocional que se ha producido en toda Europa
tras la difusión de la foto del cadáver del niño sirio ahogado. Un niño
del que conocemos a sus padres. Un niño que, desgraciadamente, ni ha
sido el primero (son centenares, miles) ni será el último en sufrir las
consecuencias de una política ciega a las causas de esas terribles
imágenes. Ciega, al menos hasta ahora, a la necesidad de modificar sus
presupuestos, sus medios de despliegue, sus consecuencias.
En realidad, si negar la pertinencia de
un régimen jurídico específico para quienes se ven obligados a buscar
refugio fuera de su país, cabe preguntarse por la diferencia de
fondo. ¿Acaso la mayoría de esos que llamamos inmigrantes “económicos”
emigran por capricho, sólo por comprar un auto mejor, por tener una TV
de tamaño de una plaza de toros o una casa más lujosa?
No. Si se van de su país no lo hacen simplemente en uso de su libertad de elegir un plan de vida con un standard
superior de bienestar, del mismo modo que hasta hace muy poco un
español decidía si prefería irse a Alemania, al Reino Unido o a EEUU
para especializarse en sus estudios de física cuántica. No. Las causas
de estos desplazamientos forzosos a los que se ven constreñidos
buen aparte (no todos, desde luego) de los que llamamos inmigrantes,
tienen mucho más que ver con lo que llamamos estado de necesidad. Tienen que ver con la brutal desigualdad que no para de crecer entre nuestro mundo rico y sus países.
Una desigualdad que exhibimos indecentemente desde nuestras
televisiones, que emiten globalmente vía satélite y que pueden captarse
ahora también gracias a internet, a las redes sociales, con un teléfono
móvil.
En el contraste entre su situación y la de los países “del Norte”, es más importante el efecto expulsión que el efecto llamada.
La pobreza, la miseria, la falta de expectativas de una vida digna, de
la mejora de vida, muchas veces incluso pese a contar con una formación
especializada, es lo que empuja a muchas personas a salir de su país. Y
es que el primero derecho para los inmigrantes debiera ser el derecho de no emigrar.
Esto es, la existencia de condiciones que hagan posible la libertad de
elegir. Donde esas condiciones no existen, la inmigración es un destino
tan fatal como ineludible. Por eso una verdadera política migratoria debiera empezar por actuar sobre las causas de esa desigualdad.
Sobre las causas de la miseria, de la enfermedad, de la ausencia de
educación, de pautas patriarcales y machistas de vida, de ausencia de
las expectativas de vida, incluidas, sí, también, el déficit en las
libertades y derechos.
Hay, pues, cierta dosis de cinismo en el
uso de la noción generalizada de inmigrantes “económicos” para todos
los que buscan ganarse la vida en otro país. Y la trampa conceptual
consiste en propiciar la idea de que, como tales inmigrantes económicos,
ya disfrutan de derechos y lo que quieren es tenerlos más fácilmente,
aprovecharse de nuestra riqueza. No, para la inmensa mayoría de quienes
emprenden el durísimo viaje de la inmigración, que puede suponer años y
penalidades (incluida por ejemplo la explotación como objetos sexuales
de las mujeres que tienen que pagarse de ese modo el “viaje”), la condición de inmigrante económico no les asegura un status superior, sino todo lo contrario.
Baste pensar en el desarrollo de procedimientos muchas veces
arbitrarios o directamente contrarios a la legalidad internacional en
materia de control de paso de fronteras. O en lo que ha impuesto el
Gobierno Rajoy desde 2012 con su RD 16/2012 que excluye de la sanidad (salvo urgencia) a los inmigrantes irregulares.
Sería una paradoja cruel que la obligación de reconocer derechos a los refugiados fuera la coartada
para relajar (¿más aún? Sí, esto también es susceptible de empeorar) la
observancia de reconocimiento y garantía efectiva de quienes sólo son
inmigrantes. Porque habrá que recordar que son titulares de derechos. Lo
son como seres humanos, desde luego. Pero también como consecuencia de
la vulnerabilidad especial que acompaña constitutivamente la condición
de inmigrantes. Derechos como los recogidos, a título mínimo, en la Convención de la ONU de 1990 de derechos de los trabajadores inmigrantes y de sus familias.
Declaración que, por si alguien lo ha olvidado, no ha sido ratificada
ni por los EEUU, ni por Australia, ni…por ningún Estado de la UE (a
excepción de Portugal), tampoco por España.
No. No lo olvidemos. Tenemos un deber jurídico de reconocimiento y garantía de derechos para con los inmigrantes.
Por no hablar de nuestro deber de no practicar políticas de
discriminación y exclusión hacia ellos. Y no sólo (aunque el egoísmo
racional debería conducirnos a tenerlo en cuenta) porque los
necesitamos. Que nuestra justificada, necesaria y oportuna preocupación
por los refugiados no nos sirva para olvidarlo.
PUEDES LEER OTRO ARTÍCULO ("¿Una nueva política de asilo?"): aquí.
PUEDES LEER OTRO ARTÍCULO ("¿Una nueva política de asilo?"): aquí.
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