Cuando el autobús se detiene en la parada de la estación, se apea junto con unas mujeres que cargan unas bolsas pesadas, con sus hijos. Queda todavía un largo camino que recorrer antes de llegar al edificio donde aguardan los guardianes que controlan el acceso a los locutorios. La cohorte rompe a andar, desafiando el frío cortante.
Me acerco a la mujer y le digo: «¡La reconozco!» Se queda sorprendida. Más sorprendida aún cuando le digo que no estoy apuntado para conseguir un locutorio. Como conoce a los guardianes, va a intervenir para arreglarlo. De hecho, en cuanto llegamos se va a verlos y vuelve estupefacta: «¡Me han dicho que es usted un monseñor! Es la primera vez que conozco a uno, es que yo soy musulmana… Mi nombre es Sabrina.»
De puerta en puerta, de pasillo en pasillo, ambos llegamos al lugar de los locutorios. Una hora más tarde, o casi, salimos. Sabrina me habla de su compañero a quien viene a ver cada semana. ¡Lleva cuatro años encarcelado y todavía no se ha celebrado su juicio!
Luego me pregunta por "mi" prisionero: «¿Ha venido usted a verlo porque es de su familia? ¿Por amistad?»
«No. Por solidaridad».
«Eso sí que está bien».
[publicado en Partenia]
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