Ciencia y naturaleza
Pedro LópezLa conservación del medio ambiente se promueve, cada vez, con más fuerza, porque el tiempo se «nos acaba». No soy apocalíptico. Los efectos negativos de la acción antropogénica sobre la Naturaleza no es algo que suceda allende los mares. Cada uno de nosotros formamos parte también de la naturaleza: la influencia es, pues, mutua. No podemos considerarnos al margen, como un espectador al que no le afecta lo que sucede en la pantalla de su mundo virtual. Respiramos el aire, comemos los alimentos y bebemos el agua que la naturaleza nos suministra. Todo está conectado. El gran problema del respeto al medio ambiente es comprender que su conservación es una cuestión vital que nos atañe de lleno. Y que la actitud que hay que desarrollar no es solo la de más tecnología, como si fuese una panacea universal que sirve siempre y para todo, sino ser conscientes de los límites de nuestra acción: no podemos alargar más el brazo que la manga. La Naturaleza no es una fuente de recursos ilimitados que impunemente podemos expoliar; sino que necesita ser cuidada, cultivada; liberarla de nuestra codicia acaparadora, origen de todos los desaguisados ecológicos. El cuidado del medio ambiente es, en último término, una cuestión moral. Es necesario despertar una actitud espiritual, de reverencia, hacia lo dado graciosamente. La naturaleza es la huella visible de Dios: cada uno de nosotros, en su singularidad; y el cosmos, con el planeta Tierra, nuestra casa común, en su totalidad. La belleza salvará al mundo, dijo Dostoyevski, porque despierta la nostalgia de lo inefable.
Para el paradigma tecnocientífico imperante, la ciencia resolverá los problemas que ella misma origina. Las cosas no son así. No todo en la vida es cuestión de ciencia. Los límites: esa es la cuestión por excelencia de la crisis ecológica. Ser conscientes de que todos tenemos límites. No somos autónomos para hacer y deshacer a nuestro capricho; ni tampoco independientes, de tal modo que nuestras acciones sean indiferentes para el resto, sino más bien al contrario. Es necesario reconocer nuestra dependencia, unos de otros; y finalmente, todos, a su vez, de la casa común. Acaparar para darnos un atracón en esta vida que vivimos, la única según algunos, lleva a extralimitarse en los recursos. Como aquel hombre de la parábola evangélica que se decía para sí: «Alma mía, tienes muchos bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente»; pero, continúa el relato, «Dios le dijo: necio, esta noche te van a reclamar el alma y ¿para quién será todo lo que has almacenado?». La avaricia es un grave error de nuestra sociedad, origen de toda corrupción. Suponer que no tenemos más vida que la presente, y que hay que disfrutar a tope, es dar pábulo a una irresponsabilidad no solo personal y social, sino también ecológica. Estamos interconectados no solo con nuestros coetáneos, sino también con nuestros antepasados que nos dieron la vida y el mundo presente; y, a su vez, con nuestros vástagos a los que dejaremos en herencia un mundo que, si no somos necios –ne scio, en latín, el que no sabe– ha de ser mejor. Esta es nuestra tarea.
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