Esta distancia –temporal y psicológica- es de carácter menor al lado de la distancia mayor y tajante que –lo queramos o no, inevitablemente- nos marca y establece la muerte, ese muro de ausencia y de silencio entre los que se han ido y nosotros, un silencio que a veces nos resulta casi insoportable.
Pero por encima de la distancia está la cercanía, la cercanía humana en primer término, que permanece siempre viva y que en el caso de Julio adquirió un relieve excepcional. Aunque sea insistir en los elogios, no puedo dejar de resaltar su sencillez y su modestia (constitutivas en él), su bondad y su capacidad singulares de entrega y de acogida a todos y a todas. No creo que ninguno de nosotros pueda olvidar el haber recibido de Julio en alguna o en muchas ocasiones un consejo oportuno adecuado a su momento y circunstancia, una palabra alentadora y estimulante, una opinión matizada y suavizadora de asperezas, una defensa de la veracidad, un acompañamiento cercano en circunstancias difíciles…
De entre sus muchas cualidades, quizá la que he más he visto destacar en la mayoría de opiniones sobre él es la de su opción radical y específica por los pobres, sin asomo de palabrería o retórica, no con un carácter vago y genérico sino concreto y personalizado, y así lo he comprobado en sus escritos, afirmaciones directas y –sobre todo- en sus hechos y actitudes. Reconozco que esta virtud de Julio es la que más he valorado y envidiado siempre –con una envidia sana y fértil- por encima de todas las demás.
Asimismo, la cercanía de su reflexión teológica al servicio de la realidad social y política, de una iglesia de base encarnada y abierta al mundo, que tanto han destacado sus amigos y compañeros teólogos.
Y probablemente la más importante, la cercanía de Dios que él vivió en la fe con sencillez y coherencia admirables, con transparencia contagiosa, con talante de maestro y educador desde su condición de creyente, con una fe purificada por su fortaleza en la prueba de la enfermedad. Esa fe se ha convertido ahora para él en encuentro personal, directo y amoroso con Dios.
El horizonte y la certeza de ese encuentro alimentan nuestra esperanza, en la convicción de que la memoria viva de personas como Julio nos hacen posible vivir con dignidad y con sentido.
Santiago Sánchez Torrado
Madrid, agosto de 2011.
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