O la hora del Espíritu, pneuma
en griego, ruah en
hebreo, spiritus en
latín. Es neutro en griego, masculino en latín, femenina en hebreo,
pues transciende, acoge y bendice todas las identidades de género.
Significa aire, soplo, viento. Es aliento vital profundo. Brisa suave
en el sofoco, viento recio en la apatía.
“El viento sopla donde quiere”, dijo el profeta
Jesús de Nazaret lleno de Espíritu, aunque poco importaría que,
como es probable, no lo hubiera dicho él en persona, sino que otro
lo haya puesto en sus labios. Nadie es la fuente primera ni el dueño
exclusivo de la palabra. “Oyes su rumor –añade Jesús o quien
fuere–, pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va”. Viene
de todo y de siempre, nos lleva adonde no sabemos.
Así es el Espíritu –la mayúscula le conviene–,
que vibra en la entraña de lo infinitamente grande y de lo
infinitamente pequeño, en esta Tierra nuestra y en el universo sin
medida. El Espíritu sopla donde quiere, que es como decir en todo,
pues lo ama y anima todo. Es el alma de cuanto vive y respira. Es la
esperanza invencible, la aspiración irresistible de todos los seres,
sin excepción. Es la energía que toma forma en la materia y la hace
matriz inagotable de nuevas formas sin fin, desde el fotón invisible
hasta la galaxia EGS8pt, cuyo nombre queda fuera de nuestros
catálogos y cuya luz, emitida hace 13.200 millones de años, a
300.000 km. por segundo, llega ahora a nuestros telescopios. Y sigue.
Espíritu es, así lo siento
y pienso, el nombre por excelencia de Dios, el más allá y el más
acá de todo, que ninguna inteligencia puede comprender, que no es un
ser ni el conjunto de todos ellos, que todos los seres celebran con
un himno de silencio, y por el/lo/la que el deseo universal suspira.
“Ven, Espíritu”: es el clamor, el gemido, la oración universal.
Mejor tal vez: es el Espíritu quien clama, gime y ora desde el fondo
de cuanto es, hasta la liberación universal. El universo es oración.
Que me perdone el lector, la lectora, el haberme
desviado tanto, aparentemente, del título de estas líneas: “La
hora de laicidad”. En realidad, la reivindicación de la laicidad
se funda en la confesión del Espíritu, y la confesión del Espíritu
me lleva a la reclamación de la laicidad. Y a eso iba.
El Espíritu es anterior a toda religión, y seguirá
soplando, animando la vida o infundiendo espiritualidad, después de
que todas las religiones, formaciones culturales recientes –apenas
5000 años las más antiguas, apenas un soplo–, con sus creencias y
doctrinas, ritos y normas, jerarquías e instituciones pertenecientes
a una cosmovisión que ya no es la nuestra, hayan perecido. Eran
formas pasajeras. Nacerán otras formas igualmente pasajeras, que
deberán desaparecer para que el Espíritu siga alentando.
El Espíritu es, pues, laico. No es confesional, no está
ligado a ninguna forma religiosa, y menos a ningún privilegio de
alguna institución religiosa. El Espíritu reclama a las religiones
que abandonen sus pretensiones de verdad y de bien. No hay más
verdad ni más bondad dentro que fuera de las religiones, como
demuestran de sobra el pasado y el presente. No hay más
bienaventuranzas de Jesús dentro que fuera de las iglesias
cristianas. Él mismo lo dijo.
Me dirijo en particular a los obispos católicos del
Estado español, tan aferrados aún a status, prejuicios y poderes
del pasado como, por ejemplo, a sus cuantiosas exenciones fiscales. A
propósito: me parece bien que queden exentos de impuestos los
templos y lugares de servicio público en uso, pero solo eso, nada
más que eso, de ningún modo, por ejemplo, los palacios episcopales
y las casas y garajes curales, y que se aplique a la Iglesia católica
la misma ley que se aplica a las otras iglesias y religiones, la
misma que rige para las ONGs, sindicatos y partidos políticos. ¿O
es que conocen los obispos algún político o sindicalista o miembro
de alguna ONG que no pague el IBI por el domicilio particular y su
garaje? Sería un delito. Tan aferrados también a la suculenta
casilla de la Declaración de la Renta, por la que la Iglesia
católica se queda todavía con el 0,7 del impuesto que pagan
religiosamente todos los ciudadanos que no dispongan lo contrario.
Tan aferrados a sus vergonzosas inmatriculaciones de bienes que
fueron y han de seguir siendo de todos. Y a su insistente exigencia
de que se imparta la asignatura de la religión católica en el
sistema público de la Enseñanza, y la impartan profesores nombrados
por los obispos y sean pagados, eso sí, con fondos públicos, con el
dinero de todos. Y por si fuera poco, ahora, de la mano de la derecha
más extrema, defienden el veto parental para impedir que los hijos
asistan a charlas de educación sexual o de respeto a los LGTBIQ en
la escuela de todos. ¡Qué bochorno para los que aún nos sentimos y
vamos a la iglesia!
Es la hora de la laicidad. Dejad al Espíritu que sople,
para que podamos respirar.
José
Arregi
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