4 de febrero de 2020

José Arregi: "Es la hora de la laicidad"



O la hora del Espíritu, pneuma en griego, ruah en hebreo, spiritus en latín. Es neutro en griego, masculino en latín, femenina en hebreo, pues transciende, acoge y bendice todas las identidades de género. Significa aire, soplo, viento. Es aliento vital profundo. Brisa suave en el sofoco, viento recio en la apatía.
El viento sopla donde quiere”, dijo el profeta Jesús de Nazaret lleno de Espíritu, aunque poco importaría que, como es probable, no lo hubiera dicho él en persona, sino que otro lo haya puesto en sus labios. Nadie es la fuente primera ni el dueño exclusivo de la palabra. “Oyes su rumor –añade Jesús o quien fuere–, pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va”. Viene de todo y de siempre, nos lleva adonde no sabemos.
Así es el Espíritu –la mayúscula le conviene–, que vibra en la entraña de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño, en esta Tierra nuestra y en el universo sin medida. El Espíritu sopla donde quiere, que es como decir en todo, pues lo ama y anima todo. Es el alma de cuanto vive y respira. Es la esperanza invencible, la aspiración irresistible de todos los seres, sin excepción. Es la energía que toma forma en la materia y la hace matriz inagotable de nuevas formas sin fin, desde el fotón invisible hasta la galaxia EGS8pt, cuyo nombre queda fuera de nuestros catálogos y cuya luz, emitida hace 13.200 millones de años, a 300.000 km. por segundo, llega ahora a nuestros telescopios. Y sigue.
Espíritu es, así lo siento y pienso, el nombre por excelencia de Dios, el más allá y el más acá de todo, que ninguna inteligencia puede comprender, que no es un ser ni el conjunto de todos ellos, que todos los seres celebran con un himno de silencio, y por el/lo/la que el deseo universal suspira. “Ven, Espíritu”: es el clamor, el gemido, la oración universal. Mejor tal vez: es el Espíritu quien clama, gime y ora desde el fondo de cuanto es, hasta la liberación universal. El universo es oración.
Que me perdone el lector, la lectora, el haberme desviado tanto, aparentemente, del título de estas líneas: “La hora de laicidad”. En realidad, la reivindicación de la laicidad se funda en la confesión del Espíritu, y la confesión del Espíritu me lleva a la reclamación de la laicidad. Y a eso iba.
El Espíritu es anterior a toda religión, y seguirá soplando, animando la vida o infundiendo espiritualidad, después de que todas las religiones, formaciones culturales recientes –apenas 5000 años las más antiguas, apenas un soplo–, con sus creencias y doctrinas, ritos y normas, jerarquías e instituciones pertenecientes a una cosmovisión que ya no es la nuestra, hayan perecido. Eran formas pasajeras. Nacerán otras formas igualmente pasajeras, que deberán desaparecer para que el Espíritu siga alentando.
El Espíritu es, pues, laico. No es confesional, no está ligado a ninguna forma religiosa, y menos a ningún privilegio de alguna institución religiosa. El Espíritu reclama a las religiones que abandonen sus pretensiones de verdad y de bien. No hay más verdad ni más bondad dentro que fuera de las religiones, como demuestran de sobra el pasado y el presente. No hay más bienaventuranzas de Jesús dentro que fuera de las iglesias cristianas. Él mismo lo dijo.
Me dirijo en particular a los obispos católicos del Estado español, tan aferrados aún a status, prejuicios y poderes del pasado como, por ejemplo, a sus cuantiosas exenciones fiscales. A propósito: me parece bien que queden exentos de impuestos los templos y lugares de servicio público en uso, pero solo eso, nada más que eso, de ningún modo, por ejemplo, los palacios episcopales y las casas y garajes curales, y que se aplique a la Iglesia católica la misma ley que se aplica a las otras iglesias y religiones, la misma que rige para las ONGs, sindicatos y partidos políticos. ¿O es que conocen los obispos algún político o sindicalista o miembro de alguna ONG que no pague el IBI por el domicilio particular y su garaje? Sería un delito. Tan aferrados también a la suculenta casilla de la Declaración de la Renta, por la que la Iglesia católica se queda todavía con el 0,7 del impuesto que pagan religiosamente todos los ciudadanos que no dispongan lo contrario. Tan aferrados a sus vergonzosas inmatriculaciones de bienes que fueron y han de seguir siendo de todos. Y a su insistente exigencia de que se imparta la asignatura de la religión católica en el sistema público de la Enseñanza, y la impartan profesores nombrados por los obispos y sean pagados, eso sí, con fondos públicos, con el dinero de todos. Y por si fuera poco, ahora, de la mano de la derecha más extrema, defienden el veto parental para impedir que los hijos asistan a charlas de educación sexual o de respeto a los LGTBIQ en la escuela de todos. ¡Qué bochorno para los que aún nos sentimos y vamos a la iglesia!
Es la hora de la laicidad. Dejad al Espíritu que sople, para que podamos respirar.

José Arregi

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